lunes, 8 de agosto de 2011
El efecto Reggiardo
Todos nos solidarizamos con el congresista Renzo Reggiardo, cuya hija se viene recuperando de un cobarde intento de robo. Lo que llama la atención es ver como el tema de seguridad ciudadana ha vuelto con fuerza al debate público, será acaso porque, en esta ocasión, la víctima indirecta es un parlamentario. Seamos honestos, casos como el de la pequeña Ariana ocurren desde hace mucho tiempo, generalmente quedando impunes. Ahí tenemos el caso de Romina Cornejo, la pequeña que quedó cuadrapléjica por una banda de ‘marcas’. Luego de un año aún no existe condena a los responsables.
Tras esta tragedia ya comenzó la lluvia de propuestas para enfrentar la inseguridad, como la del Fiscal de la Nación, José Antonio Peláez Bardales, para reabrir el penal El Frontón a fin de recluir a los delincuentes más peligrosos y evitar que estos sigan liderando bandas criminales desde las cárceles. El mismo Reggiardo, incluso, planteó que el Ejército salga a patrullar las calles.
Imagino que en esta vez el Congreso de la República no dejara que el tema de la seguridad ciudadana se vaya quedando en el olvido con el paso de los días. Deben ser concientes que este problema, con el que nos enfrentamos día a día los ciudadanos, ha tocado a uno de sus bien remunerados representantes. Es como dijo una periodista al entrevistar a Reggiardo a la salida de la clínica: Si esto le pasa a usted que cuenta con agentes seguridad, qué le puede esperar a la gente en la calle.
Pareciera que los políticos tienen que vivir en carne propia lo que sufre el pueblo para recién percatarse del increíble incremento de la delincuencia en la ciudad. Ello me recuerda a lo que dijo el documentalista y escritor estadounidense Michael Moore en su libro Estúpidos hombres blancos, en un capítulo que titula "La plegaria del pueblo".
Cuenta que en el 2001, Ronald Reagan se encontraba a un paso de la muerte víctima del Alzheimer y cómo su esposa Nancy pudo cambiar la posición de los republicanos, quienes se oponían a las investigaciones sobre células madre, cuyo objetivo es utilizar células de embriones humanos descartados para tratar enfermedades degenerativas como la que padecía el expresidente de Estados Unidos.
Argumentaban que los embriones eran seres vivos, pero la posibilidad de salvar a Reagan pesó más. "Bush dejó de decir que un embrión humano era un ser humano con pleno derecho (...) no eran más que tejido embrionario muerto que podría ser útil para prolongar la vida de cuatro millonarios", dice Moore. Un ejemplo similar lo da con el exvicepresidente David Cheney, quien comenzó a bloquear iniciativas legales antigay, no porque siempre haya comprendido que los homosexuales tienen los mismos derechos que todos, fue luego que su hija se declarara lesbiana.
Es aquí donde Moore hace un polémico comentario: "He llegado a la conclusión de que la única esperanza de procurar ayuda a los enfermos, protección a las víctimas de la discriminación y una vida mejor a los que sufren, consiste en rezar para que los poderosos se vean afligidos por las peores enfermedades y desgracias. Está garantizado que cuando uno de los suyos está en peligro de muerte todos los demás podemos salir ganando". Bastante fuerte o ¿tiene razón?
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Yo agregaría otro tanto a lo dicho respecto de la seguridad o el tratamiento que la prensa hace de la violencia en general. En la época del terrorismo veíamos (y leíamos) como nuestros hermanos ayacuchanos y altoandinos en general eran "ajusticiados" por las hordas senderistas de 20 en 20 o de 30 en 30. Todos los días leíamos que morían decenas de campesinos de las comunidades de la sierra y, por lo general, se trataba de breves notas informativas. La muerte de un hermano indígena ya no era noticia. Pero cuando ocurrió el condenable y cobarde atentado de Tarata, en Miraflores, todos nos llenamos de horror y espanto y los diarios tocaron el tema durante semanas, llegando a haber titulares del tipo: "¡El colmo, se metieron con la sociedad civil!". En toda esa bruma de indignación que nos recorrió a todos los limeños, aún había un espacio para otra sopresa más excecrable aún: la jerarquía que "la sociedad civil" podía tener sobre la "otra sociedad", como si la vida humana valiera más en la capital que en el campo. Para mí lo de Tarata fue tan cobarde y censurable como las matanzas a los indígenas de la sierra, con la diferencia de que las acciones posteriores tenían un más pronto auxilio en Lima que en nuestras convulsionadas provincias del interior, donde, literalmente, la vida no valía nada. Recuerdo que cuando entrevisté a la noruega Aase Hjelde, autora de "Periodismo bajo terror", nos contaba, visiblemente emocionada y con lágrimas en los ojos, cómo los verdaderos héroes no eran ni la policía ni los militares, sino las personas que por una u otra razón no podían irse a vivir a otras zonas del Perú y optaban por quedarse en Ayacucho, entre ellos los periodistas. Dice la autora, que en ese contexto de guerra interna, la única solución para sobrevivir era la objetividad absoluta, el profesionalismo y el silencio. Los sobrevivientes de esa época tan convulsionada habían aprendido a guardar silencio: no veían, no hablaban, no escuchaban. Era la única manera de mantener cohesionada a la familia y evitar que sus hijos desaparecieran sin razón alguna y sin explicaciones.
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